Muchas mujeres se encuentran por primera vez con las várices durante el embarazo, aunque esta enfermedad no es exclusiva de ese período: la predisposición genética, el exceso de peso, una mala alimentación y el sedentarismo son algunos de los factores que suman a favor de la aparición de las várices.

Durante el embarazo se produce toda una serie de cambios generales en el cuerpo, entre los que se encuentran los cambios en el aparato circulatorio y quienes tengan una predisposición genética, pueden ver aparecer várices por la dilatación de las venas superficiales.

Esto sucede porque el bebé que crece hace aumentar de tamaño el útero y esto provoca un “stop” en los grandes vasos sanguíneos de la pelvis que llevan la sangre venosa al corazón, entonces hay una pequeña cantidad de sangre estancada en las venas superficiales. Además, los cambios hormonales del embarazo provocan, por un lado,  retención de sodio y agua -lo que hace que la cantidad de líquido a transportar sea mayor- y, por otro, la progesterona –muy elevada durante el embarazo-, produce una pérdida del tono muscular de la pared de la vena, que se relaja y se vuelve propensa a dilatarse y deformarse.

El aumento de peso más allá de lo aconsejado también hace que ese “stop” se incremente, y con él, la posibilidad de aparición de várices. La mayoría de las veces, las várices aparecen durante el primer trimestre del embarazo.

Para la aparición de várices, hay zonas del cuerpo más vulnerable que otras, ya que para que la sangre vuelva al corazón, debe subir -yendo en contra de la fuerza de gravedad-. Las piernas, el recto y, en ocasiones, la vulva, suelen ser los más afectados por las várices que, cuando aparecen en el recto, se conocen con el nombre de “hemorroides”.

Además de ser molestas estéticamente, las várices pueden ser dolorosas y producir sensaciones de pesadez o calambres.