“Alguna vez tuve una cinturita así”...“Cuando me casé pesaba 43 Kg”...“Yo era flaquita como vos...” Este y otros comentarios todos los escuchamos alguna vez... Ser mamá nos cambia no sólo el cuerpo, nos cambia todo, y siempre -por más que a veces protestemos- elegiríamos volverlo a ser.

El cuerpo de la mujer tiene la exclusiva peculiaridad de servir de nido. Esto hace que cuando se prepara para recibir un hijo, se reacomoda y se reorganiza en función a ese fin. En realidad, tanto hombres como mujeres sufrimos cambios en el cuerpo constantemente que tienen que ver siempre con el paso del tiempo, sus diferentes etapas y las distintas circunstancias que nos toquen vivir.

Así desde el día en que somos gestados, el cuerpo se va modificando paulatinamente, primero hasta ser un verdadero cuerpo, desarrollando todas sus partes y sus funciones, y luego en un permanente desarrollo que incluye dentro del proceso la vejez, con esa especie de involución que se da en los humanos muy longevos, donde se llega a perder el pelo, los dientes y se vuelve, aún en los movimientos, a un estado similar al del recién nacido.

Dentro de todo ese desarrollo está previsto que las mujeres sean madres, y que ofrezcan su cuerpo para recibir, concebir, anidar y dar hijos al mundo.

La naturaleza es tan sabia que hace que este sea paulatino, así notaremos durante los nueve meses de gestación, primero que se ensanchan nuestras caderas o que no nos abrocha más el jean, luego nuestra ropa no va a poder ser la misma, ni tampoco nuestros movimientos, lo mismo las funciones se van a ver cambiadas, el sueño aumenta, los movimientos se lentifican. Para cuando el bebé está por nacer y luego de una transformación que se fue dando día a día, ya casi no nos parecemos en nada a lo que éramos, y no vemos la hora de encontrarnos con nuestro ansiado hijo y reencontrarnos con nuestro viejo cuerpo.